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Planté algunos árboles, tuve 3 hijos y 3 nietos, estoy listo para escribir mi libro...

Planté algunos árboles, tuve 3 hijos y 3 nietos, estoy listo para escribir mi libro...

26/10/12

El Cronopio copy-paste (una manera de recordar a Julio)


Llegó a sus manos cuando tenía 20 años. Lo leyó enamorándose de cada letra, de cada palabra, de cada frase.

Rápidamente se identificó con los cronopios y pasó a desdeñar a famas e ignorar a esperanzas.

Pasó el tiempo y, a lo sumo, una vez por año, buscaba ese libro y lo leía deteniéndose para repetir de memoria cada frase.

Su recorrido literario fue pasando por diversos escritores, pero siempre regresaba al libro original.

Con la edad, se fue mimetizando con sus historias, y ahora, a los 70, consideró que había llegado el momento de consagrarse oficial y públicamente con el título de Primer Cronopio.

Comenzó por llorar. Dirigía la imaginación a sí mismo. Cuando llegaba el llanto, se tapaba la cara con las manos hacia adentro y contaba hasta 180, ya que esa era la duración correcta de un buen llanto.

Una mañana se aterrorizó al ver una diminuta imagen de coral formada con la pasta dentífrica sobre el cepillo de dientes. Más miedo sintió cuando le comenzó a doler una muñeca y al sacarse el reloj vio que de la marca de los dientes comenzó a manar sangre.

Trató de serenarse, sujetó el reloj con una mano y con dos dedos comenzó a girar la llave de la cuerda y se abrió otro plazo y el tiempo como un abanico se fue llenando de sí mismo y de él brotaron el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

Comprendió que estaba preso en el libro. Pero no era una cárcel, era un refugio. Y comprendió que él era el regalo para el reloj…!

Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, entró en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Comprendió entonces que el suelo se había plegado y era una sucesión de peldaños. Cada uno de estos peldaños, formados por dos elementos, se situaba un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.

Adivinó que, a pesar de su cárcel-refugio, las hormigas se comerán inexorablemente a Roma salvo que alguien haga algo. Decidió no hacer la vista gorda. Primero buscó la orientación de las fuentes y las marcó con un círculo azul que, sin duda las dejará a todas adentro. Después solo quedó horadar la piedra opaca. Y no pidió ayuda a nadie, nunca. Mató las hormigas con sólo llegar antes a la fuente central. Y se fue en un tren nocturno huyendo de lamias vengadoras, oscuramente felices, confundido con soldados y con monjas.

Un  domingo por la tarde, después de los ravioles comenzó una construcción en el jardín delantero de su casa. Aunque nunca le preocupó lo que puedan pensar los vecinos, era evidente que los pocos mirones suponían que iba a levantar una o dos piezas para agrandar la casa. No comprendían ni reconocían en su obra lo que verdaderamente era: un patíbulo. Pero abandonó porque no tenía un lechón adobado parta festejar el fin de obra, lo que dejo a los vecinos muy molestos.

Pensó en la vulgaridad generalizada, especialmente de esos vecinos, de la que él y su familia eran terribles enemigos. Por eso cuando escuchaba en la cantina frases como “Fue un partido de trámite violento”, o: “Los remates de Faggiolli se caracterizaron por un notable trabajo de infiltración preliminar del eje medio”, inmediatamente dejaba constancia de las formas más castizas y aconsejables en la emergencia, es decir: “Hubo una de patadas que te la debo”, o: “Primero los arrollamos y después fue la goleada”.

Cada vez se sentía más protegido en su libro-cárcel-refugio. Eso lo animó a ir a la sucursal de Correos de la calle Serrano y repartir globos de colores y enviar giros a lugares como Purmamarca, completando su obra con un reparto de empanadas y grapa, y logrando cantar el Himno antes que llegara la policía.

Una mañana se levantó preocupado por el destino de los pelos que caían en el lavabo. Imaginó la dificultad de reencontrarlo, lo complicado de la búsqueda por las alcantarillas, pero se consoló pensando que, con suerte, a pocos centímetros de la boca del lavabo, a la altura del departamento del segundo piso, o en la primera cañería subterránea, puede suceder que encuentre el pelo. Con solo pensar en la alegría que eso le produciría, en el asombrado cálculo de los esfuerzos ahorrados por pura buena suerte, para escoger, para exigir prácticamente una tarea semejante, que todo maestro consciente debería aconsejar a sus alumnos desde la más tierna infancia, en vez de secarles el alma con la regla de tres compuesta o las tristezas de Cancha Rayada.

Esa noche recordó a su tía, la que tenía miedo de caerse de espaldas, pero recordó el tácito pacto familiar de no averiguar nada al respecto.

Por supuesto que el posatigres constituía una obsesión en su vida. Sabía que el tema planteaba un doble problema, sentimental y moral, pero en su biblia-libro-carcel-refugio estaban todas las respuestas a todas las preguntas y la solución a todos los dilemas. Sabia que posar el tigre tiene algo de total encuentro, de alineación frente a un absoluto; el equilibrio depende de tan poco y lo pagamos a un precio tan alto, que los breves instantes que siguen al posado y que deciden de su perfección nos arrebatan como de nosotros mismos, arrasan con la tigredad y la humanidad en un solo movimiento inmóvil que es vértigo, pausa y arribo.

Después de mucha práctica logro identificar cuando en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo en algún velorio. Y aprendió, con mucha práctica a realizar maniobras para adueñarse del mismo, incluyendo los llantos de la familia, los desmayos y el cadáver mismo.

Después de esas experiencias mortuorias, entraba en un café y pedía azúcar, otra vez azúcar, tres o cuatro veces azúcar, y formaba un montón en el centro de la mesa, mientras crecía la ira en los mostradores y debajo de los delantales blancos, y exactamente en medio del montón de azúcar escupía suavemente, y miraba embelezado el descenso del pequeño glaciar de saliva, oyendo el ruido de piedras rotas que lo acompañaba y que nacía en las gargantas contraídas de cinco parroquianos y del patrón, hombre honesto a sus horas.

Reconozcamos que, al principio, consideraba que era un secuestro, que el libro le estaba privando de la libertad, pero finalmente terminó por comprender que era justamente lo contrario: el libro le garantizaba libertad, la máxima libertad, la libertad de los cronopios.

Alguna vez se le ocurrió que el libro se reproduciría y sería millones, y taparía ciudades y maizales y los presidentes se pondrían en contacto para evitar el desastre, pero la razón le indicó que el libro no se reproducía y que los escribas cada vez eran menos, así que no existía ese peligro. Trató de convencer a las gotas que no se suicidaran, pero fue imposible. Brotaban en el marco y ahí mismo se tiraban; le parecía ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborrachaba en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas.

Algunas mañanas recordaba cuentos sin moraleja, de las famas que se pasaban el día bailando tregua y catala frente a los almacenes, hasta que las esperanzas le daban flor de golpiza mientras los cronopios se aglomeraban para ver. Otras veces se entristecía frente a una multitud de famas que remontaba Corrientes a las once y veinte y él, objeto verde y húmedo, marchaba a las once y cuarto meditando "Es tarde, pero menos tarde para mi que para los famas, para los famas es cinco minutos más tarde, llegarán a sus casas más tarde, se acostarán más tarde”.

Le gustaba viajar. Cuando se iba de viaje, encontraba los hoteles llenos, los trenes ya se habían marchado, llovía a gritos, y los taxis no querían llevarlos o les cobraban precios altísimos. Nunca se desanimaba porque creía firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se decía: "La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad". Y soñaba toda la noche que en la ciudad había grandes fiestas y que él estaba invitado. Al otro día se levanta contentísimo.

Se preocupaba al recordar que los famas guardaban los recuerdos en forma ordenada… Pobres…! El acostumbraba a dejarlos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasaba corriendo uno, lo acariciaba con suavidad y le decía: "No vayas a lastimarte", y también: "Cuidado con los escalones". Los vecinos se quejan siempre porque en su casa hay gran bulla y puertas que golpean, al contrario de la casa de los famas, que son ordenadas y silenciosas.
Un día comenzó a notar que el libro ya no era su cárcel-refugio. El se estaba convirtiendo en el libro. El comenzaba a ser el refugio de esas páginas que se le grabaron de los pies a la cabeza.

A cada rato consultaba su reloj alcaucil, que era uno de la gran especie, sujeto por el tallo a un agujero de la pared. Las innumerables hojas del alcaucil marcan la hora presente y además todas las horas, de modo que él no hace más que sacarle una hoja y ya sabe una hora. Como las va sacando de izquierda a derecha, siempre la hoja da la hora justa, y cada día empieza a sacar una nueva vuelta de hojas. Al llegar al corazón el tiempo no puede ya medirse, y en la infinita rosa violeta del centro encuentra un gran contento, entonces se la come con aceite, vinagre y sal, y pone otro reloj en el agujero.

Evidentemente no solo era cronopio. Ya casi era libro, era historias y vivencias de cronopio. Y las famas y las esperanzas convivían en él, lo que comenzó a desesperarlo.

Aplicando sus descubrimientos estableció que el fama era infra-vida, la esperanza para-vida, y el profesor de lenguas inter-vida. En cuanto él mismo, se consideraba ligeramente super-vida, pero más por poesía que por verdad. A la hora del almuerzo gozaba en oír hablar a sus contertulios, porque todos creían estar refiriéndose a las mismas cosas y no era así. La inter-vida manejaba abstracciones tales como espíritu y conciencia, que la para-vida escuchaba como quien oye llover -tarea delicada. Por supuesto, la infra-vida pedía a cada instante el queso rallado, y la super-vida trinchaba el pollo en cuarenta y dos movimientos, método Stanley Fitzsimmons.

Entonces se dedicó a robar las mangueras de los famas. Las azules se las regalaba a las niñas, con las amarillas adornó monumentos. Las verdes sirvieron para tender trampas africanas en el rosedal. Las rojas fueron a parar a las manos de las esperanzas que las buscaban ansiosas para regar sus jardines verdes. Finalmente logró que las famas cerraran la fábrica no sin antes dar un banquete lleno de discursos fúnebres y camareros que servían el pescado en medio de grandes suspiros. Y, por supuesto no lo invitaron.

Pensó que llegaba el final… Ya no era él. Era letras, palabras, frases…
Recordó a su hijo… Y a su padre… Los cronopios no tienen casi nunca hijos, pero si los tienen, pierden la cabeza y ocurren cosas extraordinarias. Por ejemplo, un cronopio tiene un hijo, y en seguida lo invade la maravilla y está seguro de que su hijo es el pararrayos de la hermosura y que por sus venas corre la química completa con aquí y allá istas llenas de bellas artes y poesía y urbanismo. Entonces este cronopio no puede ver a su hijo sin inclinarse profundamente ante él y decirle palabras de respetuoso homenaje. El hijo, como es natural, lo odia minuciosamente. Cuando entra en la edad escolar, su padre lo inscribe en primero inferior y el niño está contento entre otros pequeños cronopios, famas y esperanzas. Pero se va desmejorando a medida que se acerca el mediodía, porque sabe que a la salida lo estará esperando su padre, quién al verlo levantará las manos y dirá diversas cosas, a saber:

-Buenas salenas cronopio cronopio, el más bueno y más crecido y más arrebolado, el más prolijo y más respetuoso y más aplicado de los hijos!

Con lo cual los famas y las esperanzas junior se retuercen de la risa en el cordón de la vereda, y el pequeño cronopio odia empecinadamente a su padre y acabará por hacerle una mala jugada entre la primera comunión y el servicio militar. Pero los cronopios no sufren demasiado con eso, porque tambien ellos odiaban a sus padres, y hasta parecería que ese odio es otro nombre de la libertad o del vasto mundo.

Cuando comprendió esa realidad, vió claramente que era mucho mejor ser libro que ser lector. El lector es esclavo del libro mientras que el libro es dueño de la libertad de sus palabras…

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