De todo...

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Planté algunos árboles, tuve 3 hijos y 3 nietos, estoy listo para escribir mi libro...

Planté algunos árboles, tuve 3 hijos y 3 nietos, estoy listo para escribir mi libro...

22/7/11

Matando a Carolina.



Siempre se despertaba temprano. Ese día no iba a ser la excepción.

A las 6 ya estaba despierto en la cama, tratando de mantenerse en absoluta inmovilidad. Sabía que cualquier movimiento podía desencadenar una tormenta. Pero estaba satisfecho: anoche la había estrangulado con sádico placer. Recordaba con euforia el rubor de su cara, los ojos saltones y llenos de lágrimas, sus esfuerzos desesperados por respirar, sus sacudones espasmódicos finales… Otra vez la había matado…!

Alrededor de las 7 se levantó tratando de no mover mucho la cama, de no hacer ruido, pero esa maldita puerta siempre emitía un quejido delator. Fue automático, el ruido y el salto de Carolina. Su grito retumbó en el silencio matutino “Cuántas veces te tengo que decir que me molesta que me despertés con esa maldita puerta a la mañana…! No podés tratar de no hacer ruido…? No te entra en la cabeza…?”
Sin responder, entró en el baño y acometió la incomodísima tarea de cepillarse los dientes, lavarse la cara y peinarse sin hacer ruido. Salió lentamente del baño y palpó suavemente la cama para verificar que no había ninguna pierna, mano u otra parte del cuerpo de su amada esposa, y lentamente, cuidadosamente, se sentó para poder abrir el cajón inferior de la cómoda y sacar un calzoncillo y un par de medias. Inevitablemente movió el colchón, lo que provoco el inmediato levantamiento de cabeza de ella, quien le reclamó “No hay caso…! Parece que lo hicieras a propósito…!”

Salió del cuarto, se vistió como todas las mañanas en la sala de estar que no era más que otro cuarto sin cama, con sillones y una televisión. Allí tenía el resto de su ropa, en su placard, que en realidad era medio placard, porque Carolina tenía ropa distribuida por todos los placards de la casa.
Como todas las mañanas, se preparó café para él y le dejó a ella la cafetera con café caliente para que tomara cuando se levantara.

Pensó “Qué hago, me despido o no…?”. Aunque parezca mentira, era una decisión difícil. Si no se despedía, a media mañana recibiría un llamado telefónico de Carolina reclamándole por haberse ido sin saludarla. Y si lo hacía… En fin…! Se decidió por entrar. Se acercó a la cama, apenas corrió las sabanas para descubrir su cara y le dio un suave beso mientras le decía “Chau, mi cielo…” La esperada respuesta, como estaba escrito, se produjo de inmediato. Otra vez la voz de Carolina lo golpeaba con un “Vos no aprendés…! Dale…! Seguí…! No ves que me duele la cabeza…?”. Sonrió y salió de la habitación lentamente.

Manejó hasta su trabajo, donde lo esperaban un montón de papeles de gente desconocida que pedía cosas imposibles y a las que debía responder con un formalismo, sabiendo que el empleado del Ministerio al que él se los enviaba, archivaría esos pedidos sin hacerse ningún problema. Pero él cumplía… “Hemos recibido su solicitud, a la que le daremos curso lo más brevemente posible, etc., etc., etc….”

Toda la mañana, mecánicamente, hacía su tarea mientras su cabeza tramaba el próximo asesinato. Lo que más le gustaba, aparte de sentir la muerte salir de sus propias manos, era que esos estúpidos compañeros de oficina, que jugaban al solitario en viejas computadoras o hablaban de sus ridículamente increíbles aventuras amorosas, ni siquiera sospechaban que era un peligroso asesino serial.

A las 10 de la mañana recibió una llamada esperada. “Se puede saber dónde están las radiografías de mamá?”. Como explicarle a Carolina que ni siquiera sabía que su mamá había ido al médico? Le propuso un par de lugares para buscar y siguió con su trabajo y pergeñando su próximo asesinato.

Como a las 11, algo arrepentido de imaginar tanta sangre, le mandó a Carolina un mensaje de texto. Un simple “Te amo, mi vida”, y al minuto le llegó el mensaje de respuesta “Dejá de mandarme imbecilidades, que estoy ocupada”

A las 12 en punto cerró su escritorio, bajó hasta su viejo Peugeot 504 y volvió a su casa. Demoró lo de siempre, unos 20 minutos. A la misma hora de siempre entró en su casa y escuchó la misma frase de siempre “Pensé que ya no venías a almorzar…! No sabés que si se me pasa la hora me duele la cabeza...? O lo hacés a propósito…?”

Intento besar a si mujer quien le acercó la cabeza para facilitarle la tarea de besarle el pelo mientras seguía revolviendo la olla. A pesar de saber la respuesta, no se pudo contener y preguntó “Qué cocinaste…?” Y, por supuesto, recibió la contestación de siempre “Comida, que va a ser…!” Sonrió pensando en la noche… Cómo iba a saborear ese asesinato…!

Se fue a lavar las manos mientras ella le gritaba “Y…? Vas a venir a comer o no…?” Sin responder, se sentó en la mesa y observó como ella le servía la comida. Eso sí, cocinaba bien, había que reconocerlo.

Una vez que Carolina le puso la comida en la mesa, se sirvió ella, agarró su plato y se fue al dormitorio diciendo “Yo como allá porque estoy viendo tele…!”
Mejor…! En la soledad de su almuerzo, siguió programando su sádico asesinato. Esta vez iba a ser realmente espeluznante…! Todavía no tenía en claro cómo sería. Ya había estrangulado, arrojado desde el balcón del viejo edificio de 6 pisos que había frente a su casa, envenenado, apuñalado, electrocutado,  degollado, matado a golpes de masa, ahogado con la almohada, baleado en la cabeza con una escopeta del 16… Quería algo diferente, nuevo, excitante…

Estaba en eso cuando Carolina lo interrumpió con un grito: “Luis…! Vení para acá…!”Despacio se levantó sabiendo lo que iba a escuchar. La miró con esa cara de estúpido que ponía cuando estaba planeando un asesinato y escuchó como a lo lejos a Carolina “En esta casa somos dos…! No podías levantar la mesa si vos comiste sólo acá…?”

Levantó el plato, el vaso y los cubiertos, los lavó y los dejó en el escurridor. Guardó cuidadosamente los individuales y aprovechó para irse. Antes se despidió con un “Chau” emitido en un volumen adecuado para que Carolina lo oyera desde el cuarto. Ella le respondió “Por qué tenés que gritar…?” Salió despacito, a paso lento, cruzó el pequeño jardín que tenía la sencilla casita de barrio donde vivía desde que se casó, hace 20 años.

Por la tarde su tarea era diferente: debía archivar la pila de papeles que sus compañeros le dejaban en el escritorio, cosa que hacía metódicamente, por número de expediente. Mientras tanto seguía tratando de descubrir la manera de cometer el crimen.

Finalmente se decidió. Siempre que decidía el cómo, sentía una fresca sensación de paz y relajamiento.
Volvió a su casa, Carolina no estaba. Por simple curiosidad le envió un mensaje de texto con la lógica pregunta “Amor, dónde estás? Vas a llegar tarde?. La respuesta no se hizo esperar “Estoy en la calle! No sé a que hora vuelvo. Si querés comer, preparate un sándwich”.

El sabía bien dónde estaba. Nunca esas salidas le produjeron celos, porque sabía que, llegara a la hora que llegara, sería cargada de paquetes. Carolina era adicta a las compras. Eso a él le divertía. Porque, por lo menos, nunca se salía del presupuesto. Compraba cosas baratas y, según ella, imprescindibles como una alfombrita para el baño, un par de aros de fantasía. De vez en cuando, una camisita de descuento. Pero compraba.

Se sentó frente al televisor mirando sin ver, pensando, mejor dicho deleitándose con la imaginación del homicidio para nada culposo que pensaba efectuar.

Alrededor de las 8 de la noche ya tenía todo preparado en su cabeza. El plan era perfecto. En ese momento sonó el teléfono… Carolina… A un cariñoso saludo ella le respondió con un “Ya comiste? Porque yo pasé por el patio de comidas del shopping y me comí una pizza. Nos vemos.” Y le cortó la comunicación.

Obediente, se preparó un sándwich de pan francés con jamón, queso y un tomate. Le dio un golpe de microondas y se lo saboreó como pensaba saborear la muerte de esa noche, con fruición.
Quince minutos más tarde entro ella en la casa. Pasó frente a él, que había vuelto a sentarse frente al televisor y le dijo “Me voy a la cama porque me duele la cabeza. Por favor, esmérate bien y tratá de no hacer ruido con esa puerta cuando vengas”. El se sonrió…

Se quedó frente al televisor con los ojos fijos en la hora que marcaba la pantalla. Estuvo así, inmóvil, por espacio de dos horas, tiempo que consideró prudencial para que ella se durmiera.

Abrió silenciosamente la puerta de calle, y con una manguera llenó un balde con nafta de su 504. Lo dejó en el patio trasero de la casa. Entró en la casa, fue al placard donde guardaba las herramientas y tomó un martillo y una soga. Entró lentamente al cuarto sabiendo que Carolina iba a reaccionar como siempre. Y así fue. Apenas la puerta se abrió, ella se sentó en la cama con cara de rabia. Cuando vió que Luis enarbolaba el martillo su cara se transformó en cara de terror. Antes que pudiera decir nada, le aplicó un medido martillazo en el medio de la frente. No muy fuerte, porque quería que despertara rápido: tenía mucho sueño. Carolina cayó inerte, con un pequeño hilo de sangre que le corría por el rostro.

Con mucho cuidado y dedicación la ató completamente con la soga. La miró y se dijo que parecía una momia. Sabiendo que iba a ser imposible mantenerla callada, le puso una gran cinta adhesiva de embalar en la boca.

Cuando ella comenzó a volver en sí, la cargó en sus brazos, resistiendo a los sacudones que ella daba. Cada vez que mataba sentía que su fuerza era mucho mayor de lo que él imaginaba.
Salió por la puerta de cocina al patio y la acostó sobre las baldosas. Ella se esforzaba por gritar pero la cinta adhesiva se lo impedía. Solo podía emitir unos quejidos y sacudirse violentamente tratando de liberarse de su atadura. Tomó entonces el balde de nafta y, cuidadosamente, la mojó de pies a cabeza. Lo hizo con cuidado, tratando que tanto el pelo como la ropa estuvieran bien impregnados.

Buscó la caja de fósforos de la cocina y se sentó a esperar el momento. Siempre, en ese último instante de vida de su víctima, gozaba mirando el terror que reflejaban sus ojos.

Finalmente, con parsimonia, abrió la caja de fósforos, tomó uno y lo encendió. Con una sonrisa en la cara le dijo “Chau, Caro”y la prendió fuego. Rápidamente se convirtió en una pira. El olor a carne quemada le acariciaba el olfato. Veía con placer como se retorcía mientras su piel se ampollaba, luego se ennegrecía y aparecía la carne, que también se quemaba lanzando un exquisito olor a asado. Tuvo paciencia para esperar a que se quemara totalmente. Cuando solo quedaron sus huesos, le echó más nafta, para que no quedara nada…

En media hora, solo había en el patio un montón de cenizas y olor a quemado. Con una escoba barrió las cenizas, las metió en una bolsa de residuos y la llevó a la puerta. Sabía que por la madrugada los muchachos el camión de basura la recogerían y se la llevarían.

Satisfecho con su trabajo, se bañó durante media hora y volvió a sentarse frente al televisor.
 
Carolina se levantó, se acercó a la puerta del cuarto de estar y le dijo “Sé bueno! Apagá esa tele que no me gusta dormir sola!”

Se paró, apagó la televisión, le pasó el brazo sobre los hombros y se fueron juntos a la cama.

Cuando sintió que el delicado cuerpo de ella se acurrucó a su lado aferrándose a su brazo, suspiró feliz… Mañana la mataría otra vez…!

18/7/11

Las encrucijadas erradas


Siempre se lo preguntaba, pero ahora que había llegado casi a los 70 años, la pregunta se había convertido en reclamo. Cómo es que había tomado tantas decisiones equivocadas? Su vida era una larga cadena de decisiones erradas y eso lo afectaba cada día más. Especialmente cuando, al contrario de otros, sí había tenido oportunidades de elegir “el otro camino” pero no lo hizo.
La primera elección fue su profesión. En realidad, ni siquiera se lo planteó. Desde que tenía uso de razón había decidido ser ingeniero.  Era como un designio superior. No se dio cuenta, y ahora sí, que esa fue la primera gran encrucijada y ni siquiera eligió el camino. Siguió por inercia por aquel que le parecía predestinado.
Odiaba las matemáticas, la geometría, el álgebra, y sin embargo estudió Ingeniería. Y ni siquiera le resultó difícil. No era un tema de dificultad sino de gusto.

La siguiente encrucijada si la eligió: se casó con quién él quería y cuando él quería. Era uno de los pocos aciertos, quizás el único, que contabilizaba en su vida. Graciela se llamaba ella.
Un día, en una reunión,  su padre le presentó un famoso ingeniero, que le propuso entrar como asistente en su empresa constructora. No entendía cómo, si le daba lo mismo cualquier cosa, si no le gustaba ninguna rama de la ingeniería, le dijo que no a esa oferta. Su primo sí aceptó, llegó a ser accionista y vicepresidente de la misma, y ahora, jubilado, vive en paz y felicidad con sus hijos y nietos. Una nueva encrucijada desperdiciada.
Consiguió un trabajo que no le gustaba en una empresa que odiaba, en un puesto intrascendente pero que le aseguraba un cómodo pasar a él y a sus hijos. Y realmente paso unos aburridos pero tranquilos años viviendo y creciendo económicamente en esa empresa. Lo único que le causaba placer era su casa y sus amigos. El resto era el costo que debía pagar para sentirse bien.

Un buen día, la empresa le propuso irse a Paraguay con una interesante oferta económica. Ni lo discutió con Graciela. Tomó la decisión de aceptar, pensando que lograría “capitalizar para su futuro”. En realidad ya había logrado muchas cosas materiales, pero no gracias a él sino a ella, que además de trabajar, era previsora. De no ser por Graciela, habría gastado todo tratando que su aburrido “hoy” se transformara en algo más interesante. Su esposa decidió (ella sí tomaba decisiones adecuadas) no acompañarlo y seguir progresando en su carrera y ahorrando para mañana, ese “mañana” que para él era una entelequia.
Ya sus hijos eran grandes, ya comenzaba a sentir que entre él y su mujer quedaban pocos objetivos comunes. En realidad, quedaban muchos, pero él no los veía, y envejecer juntos era la alternativa más adecuada, el gran proyecto, pero él eligió el otro camino, como siempre, el equivocado. La distancia contribuyó a ello. Ella quiso luchar y se fue a pasar un tiempo con él al Paraguay. Pero el ya había pasado la encrucijada y ya la había sorteado con el mismo desacierto de siempre. Ahora, con tristeza, recordaba las noches en silencio en la cama mientras ella lloraba a su lado y él se esforzaba por mantenerse insensible, sin hablarle. Su esposa estaba ansiosa por hacerle cambiar la decisión. Pero, como siempre, él desoyó toda voz exterior e interior que le decía “estás haciendo una cagada!” y se mantuvo firme. La imagen de Graciela partiendo de Asunción envuelta en lágrimas le quedó grabada para siempre. Pero ahora, esa imagen y el sentimiento que ella le producía estaba amplificada, enormemente amplificada. Y había una frase de Graciela que le quedó clavada en el corazón: “Yo lloro solo una vez por las cosas…”
Pasó el tiempo y siguió, solo a veces, acompañado otras. Pero siempre tratando desesperadamente que el “hoy” fuera soportable en una realidad que el mismo había ido forjando, que no toleraba.
Y apareció una nueva encrucijada: la empresa le planteo la posibilidad de volver o seguir en Paraguay. Por supuesto, decidió quedarse. Ahora no entendía las razones, pero ya era muy tarde. Total, su costumbre era sortear mal las encrucijadas.

Siguió el camino equivocado, empecinado en que estaba en la verdad. Siempre luchaba por sentir que no se había equivocado a costa de vivir gastando todo el dinero que entraba.
Se quería convencer a si mismo que todas sus elecciones habían sido correctas, pero por más que se esforzaba buscando argumentos, la razón lo contradecía.

Un día comenzó a extrañar. Sus amigos, su familia, sus lugares, su mujer. Pero en esa nueva encrucijada su orgullo pudo más. Decidió demostrarse a sí mismo y a los demás que no se había equivocado y decidió quedarse en Paraguay, totalmente solo y tratando de convencerse que esta decisión, tal como las anteriores, era correcta. Pero, por supuesto, volvió a equivocarse.

La realidad de la vida y la irrealidad de sus sueños comenzaron a atormentarlo. Comenzó a renegar de sus decisiones, comenzó a aceptar sus errores.

Y ahí está, sentado en el borde de la cama, sólo como en los últimos años, con esa soledad que no se soluciona con gente sino con afectos. Está frente a una nueva encrucijada. Esa noche había soñado con Graciela, sueño reiterado por cierto. La soñaba como si no hubiera ocurrido nada, ni siquiera los años,  los dos jóvenes y riendo.
Pensaba seriamente. Miraba la pistola y sabía que en esa encrucijada no podía errar. Se secó el sudor de la frente. Asunción era implacable en esa época. Se paró, caminó unos pasos hacia ningún lado, tomó un vaso de agua, volvió a la cama. La pistola seguía allí, negra, brillante, atractiva. Finalmente, convencido como siempre, tomó la decisión equivocada.

13/7/11

El ataud.


La casa la había hecho de a poco. Con la venta de un departamentito compró el terreno, que parecía estar en el medio del campo. Estaba pegado a la cancha de golf. Era como si el club hubiera abandonado un rincón. En ese rincón estaba el terreno que se compró, justo pegado a la salida del hoyo 1.
La casa fue inicialmente pequeña, pero con los años y las buenas épocas, fue creciendo y cambiando. Pero siempre quedó esa ventana en el rellano de la escalera desde la que se veía la calle. Un excelente lugar para chusmear el barrio. Bah! En realidad la calle era de tierra, en su vereda no había casas porque estaba el campo de golf de un lado y un terreno baldío del otro. En la otra vereda si había vecinos: unas tres casas bastante separadas entre sí ocupaban la manzana.
El asfalto quedaba a 40 metros (era eso, exactamente, lo que medía el frente del terreno baldío).
Esa ventana era una ventana al vecindario. Acostumbraba a asomarse de a ratos esperando ver algo diferente. Pero siempre lo mismo: la calle vacía, un par de chicos jugando, nada de tránsito. La calle no estaba en camino a ningún lado. Seguramente esa circunstancia la mantendría eternamente sin asfaltar.
A pesar de la interminable y aburrida monotonía, sabía que esa ventana le depararía una sorpresa y vivía atento para no perdérsela.
Una tarde, después de una semana de lluvia contínua en esos otoños tristes del Gran Buenos Aires, ocurrió lo que esperaba.
La calle era un verdadero pantano. Las veredas, sumamente angostas y arboladas, permitían el paso de las personas en fila india y tropezando permanentemente con los ladrillos con los que estaba tapizada. Bueno… En realidad eran un caminito de ladrillos con cercos de un lado y árboles del otro.
Fue entonces que sintió ruidos y voces de personas que hablaban al unísono, y que provenían de allá, del fondo de la calle, donde estaba la última casa de la manzana.
El ángulo no le permitía ver bien, ya que el mosquitero de la ventana, muy útil para ocultar su presencia, le impedía asomar la cabeza. Durante aproximadamente media hora se tuvo que resignar a entrever personas, todas de traje, arremolinadas, que intentaban avanzar por el medio de la calle luchando contra el abundante lodo mientras algunos algo separados del grupo daban indicaciones y gesticulaban. Pero no se quería perder el suceso. Sabía que ese era EL suceso que había estado presintiendo desde que se mudó.
Finalmente entró el grupo en su campo visual. De algún lugar (la última casa de la manzana, quizás) venía caminando una procesión transportando por el medio de la calle un ataúd. En ese momento miró hacia el otro lado, hacia el asfalto, y vió la parte trasera de un coche fúnebre (en realidad, la situación hacía suponer que era un coche fúnebre, ya que solo se veía la parte posterior, y era absolutamente negro.
Delante de la caravana venía caminando de espaldas un hombre serio, con los zapatos y los pantalones sucios de barro. De tanto en tanto se daba vuelta en dirección al posible coche fúnebre y hacía señas como llamando al hombre que estaba parado junto al coche observando las maniobras. Este contestaba que no. Seguía de espaldas dando indicaciones, llamando al de la funeraria y recibiendo siempre un no por respuesta.
El ataúd venía transportado por tres personas, también de negro, de cada lado y uno adelante y otro atrás, ocho en total. Eran notorias las dificultades del de adelante para mantener el equilibrio. Eran notorias también las sonrisas que les provocaba la situación y los esfuerzos por mantener la seriedad. Los 8 transportadores del ataúd estaban embarrados casi hasta las rodillas. Cada tanto, uno perdía pié y apoyaba su rodilla en tierra, inclinando abruptamente el ataúd hacia ese lado. Entre todos trataban de mantener el decoro necesario y ayudaban al caído a recuperar el equilibrio. El avance era sumamente lento y se observaba el franco cansancio de los ocho, pero especialmente de los tres de adelante, que iban prácticamente resbalando por el barro empujados por los otros cinco.
Por la vereda, en fila india, caminaba lentamente también una procesión de deudos/as llorando ortodoxamente y actuando como si ese espectáculo fuera algo normal, como si la situación fuera la esperada, como si todo estuviera controlado.
Era evidente que la gente de la funeraria no quería entrar el coche al barro y era evidente también que cada vez se hacía más dificultosa la marcha del cortejo fúnebre.
Ni en sus sueños más optimistas había pensado ver algo así! Eso justificaba, incluso, soportar la soledad del lugar y la calle que se convertía en un pantano apenas caían cuatro gotas locas. Sabía que no se iba a mover de esa ventana hasta ver el desenlace.
Estaba anocheciendo cuando el ataúd llego exactamente frente a su casa, o sea, a 40 metros del ansiado asfalto donde el coche fúnebre esperaba y el hombre de la funeraria daba muestras de fastidio por el tiempo perdido.
En ese preciso momento, el que llevaba la parte delantera tropezó y soltó el ataúd. El peso y el empuje que recibía de los de atrás, hizo el los dos de adelante también resbalaran y cayeran sentados en el piso completando su atuendo del pegajoso barro. Pocos esfuerzos hicieron los de atrás, quienes después de dos o tres intentos de mantener el ataúd derecho, también lo dejaron caer. Unos 20 cms. de la mortuoria y pesada caja se hundieron en el barro. La caravana de deudos se detuvo. Algunos lloraban, otros murmuraban y otros, francamente, reían.
Desde su ventana trataba de hilvanar las palabras para entender las conversaciones, porque el recato y el respeto por la muerte obligaba a esconder las sonrisas y a apagar.
“Che…! Que venga ese coche de mierda hasta acá…!” “Yo no puedo más…!””Acá no lo podemos dejar! Hay que llegar hasta el asfalto” “Dejame de joder, ya estoy agotado y tengo barro hasta las bolas”
El que venía dirigiendo adelante, hizo una excursión exploratoria hasta el coche fúnebre, y después de discutir un rato retornó con la negativa.
Hicieron un nuevo intento por levantarlo, pero ahora el barro actuaba como engrudo y estaba absolutamente inmovilizado.
Se formaron un par de grupos, ambos en la vereda, mientras el cajón esperaba pacientemente en el medio de la calle, totalmente embarrado. Uno de los grupos se dedicaba a consolar a los deudos y el otro grupo discutía acaloradamente.
El coche fúnebre desapareció de la esquina.
Poco a poco se fueron yendo los protagonistas. Uno dijo “Voy a ver si consigo una Pick Up”.
Ya era de noche y la posición que la ventana le obligaba a mantener, lo estaba cansando, pero quería esperar el desenlace.
Al final, solo quedó una mujer, seguramente familiar más cercana al ocupante del ataúd, y uno de los embarrados transportadores.
Esperó media hora más sin que ocurriera absolutamente nada. Como tenía que madrugar para ir al trabajo, decidió suspender la vigilancia ventanera y se fue a dormir.
Soño con un ataúd deslizándose por el barro como un trineo, arrastrado por perros negros con ojos que brillaban en la noche, con un señor embarrado y de galera montado en él y conduciendo la jauría.
Se despertó temprano, se baño y afeitó, se vistió, y cuando bajaba por la escalera para salir, recordó el episodio de la noche anterior. Se asomó por la ventana y comprobó que no estaba ni el ataúd ni los deudos. Lo que sí se veía era un surco profundo, de unos 80 cms de ancho, que iba desde el lugar donde había estado el cajón hasta el asfalto.
Se encogió de hombros. El chisme quedaba inconcluso... No iba a golpear puerta por puerta a las tres casas de la calle para preguntarle a unos desconocidos vecinos de dónde era el muerto y qué había pasado con el ataúd. Pasó de chisme a misterio...

8/7/11

El cachalapongue.

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Cuándo oí de él por primera vez? No recuerdo… Era chico, 7, 8 años… Recuerdo a mi padre sentado en la hamaca del patio, mis tres hermanos (Teresa llegó mucho más tarde, cuando ya el cachalapongue no nos interesaba mucho) acostados mirando el cielo, que en ese lugar tenía más estrellas que cualquier otro, y escuchando el interminable cuento en episodios que el viejo contaba, lleno de animales fantásticos, como el cachalapongue y el ave lompa, terribles por su malignidad y su empecinamiento por atacar a la princesa, que, casualmente se llamaba como mi madre, mientras el héroe, a quien mi padre se refería en primera persona, luchaba contra monstruosos enemigos, caía en inmensos huecos que llegaban al centro de la tierra o navegaba por turbulentos mares con olas de cien metros ayudado por Sigfrido, un enorme pescado amigo, con grandes habilidades como por ejemplo, nadar por las tuberías de los baños, aparecer por los inodoros o por las bocas de las cloacas, saltar de océano a océano atravesando la cordillera de los Andes. Y estaba el caballo Segismundo, blanco como la nieve, fiel compañero del héroe del relato, más veloz que el rayo, que incluso, creo que volaba. Por supuesto, tanto Segismundo como Sigfrido hablaban, como era lógico y normal para animales con tantas cualidades, por lo que también eran consejeros del protagonista. El relato, que nunca terminaba, era por episodios. Al final de cada episodio, el protagonista estaba corriendo un peligro mortal en su lucha por recuperar a la princesa raptada y su situación no tenía solución imaginable. En ese momento llegaba el habitual “Continúa en el próximo episodio”.  Y el comienzo de cada episodio era con una ostentosa exclamación de nuestro héroe y padre que decía “Pero yo tenía mi cuchillo…!”, cuchillo espectacular que servía para todo. Tanto para clavarse en una roca para detener una caída como para ser usado como bote en una tempestad, como para ser lanzado atado a una soga que utilizaría para trepar… Esa era su forma de explicarnos que aún en los peores momentos había una salida.
Toda mi infancia giró alrededor de esa eterna y fantástica historia. Y también nuestros juegos… Excursiones al monte, a cazar cachalapongues, emboscadas para atrapar al ave lompa eran una rutina diaria en nuestros días de verano. Si hasta habíamos inventado una cámara fotográfica especial para cachalapongues, animales prácticamente imposibles de fotografiar salvo por esa cámara, que tenía la capacidad de sacar fotos “de emboquillada” o sea yendo a buscar la imagen del monstruo haciendo una curva por encima del monte de eucaliptos, un invento maravilloso producto de la creatividad de mi hermano Pablo.

En algún momento los juegos fueron haciéndose sádicos, como por ejemplo, cuando llevábamos a Carlitos (el hijo de la empleada de la casa, que vivía con nosotros y tenía nuestra edad) a cazar cachalapongues, que él asumía que realmente existían, y uno a uno saltábamos un gran tronco de un eucalipto que el viento había arrancado de raíz, y gritábamos “Me come! Me come!” Recuerdo cuando muertos de risa salimos una vez de atrás del tronco y Carlitos no estaba y cuando volvíamos caminando felices y cantando rumbo a casa vimos venir a “la princesa” del cuento, nuestra madre, trayendo de la mano a un desconsolado Carlitos que decía “Se los comió! Se los comió!” mientras en la otra mano blandía la tan temida varita que enderezaba nuestra desviada conducta.

En esa época es que comencé a tener noción del cachalapongue. Si bien no estaba muy bien descripto, yo lo veía como un gigantesco animal, mezcla de elefante peludo y babosa pero con muchas patas, todo lleno de inmunda baba y emitiendo sonidos impresionantemente intimidatorios.
 
Otro de mis juegos, en los que solo participaba yo, sin mis hermanos, en absoluta soledad, era acostarme a la noche cuando había luna llena, mirar el cielo y transformarlo en un inmenso agujero en el que la luna era la salida y las paredes eran oscuras y llenas de estrellas. El miedo me invadía, el agujero era tan real que veía imposible mi salida. Estaba un rato así, gozando de la sensación de angustia y vacío que sentía. Cuando ya el pánico era incontrolable, iniciaba los esfuerzos para volver a transformar la boca del pozo en luna y las paredes en cielo, cosa que me costaba esfuerzo y tiempo, pero que finalmente lo lograba. Y mi vida seguía como si nada, como era lógico, por otra parte…
Así el tiempo fue pasando, mi niñez se perdió y con ella los recuerdos de las historias y sus personajes fueron haciéndose cada vez más difusas y lejanas, hasta el hecho de resultarme casi imposible continuar con mis hijos el eterno relato de mi padre. Lo que cada vez era más firme era la imagen del cachalapongue. Los años fueron haciendo más nítida y clara su imagen. Era enorme, feo, baboso, peludo. Sus patas eran cortas y muchas por lo que en general se arrastraba sobre su panza dejando su baba impregnada. Toda su cara era boca, y cuando la abría se veían 4 filas de puntiagudos dientes chorreantes. Por supuesto, era una imagen tan desagradable que no podía fabricar un cuento para mis hijos alrededor de ella.

Claro, era un animal imaginario, y como tal, podía hacerlo desaparecer y aparecer cuando quería, y tenía absoluto dominio sobre él. Si quería que avanzara, avanzaba; si quería que se irguiera manteniéndose derecho y apoyado solo en su cola y en algunas de sus patas traseras, lo hacía, y si quería que se fuera, se iba…

Era muy interesante la experiencia. Solo me concentraba y aparecía y me obedecía y cuando quería, desaparecía.

A veces pasaban meses sin que lo llamara, pero un día cualquiera lo recordaba, y lo llamaba con mi imaginación. Era una forma de sentirme unido a mis sentimientos infantiles. Era mi lazo con la niñez.

Pero hoy no fue así… Yo no lo llamé…

Mi mujer me dijo “Que noche espectacular! Viste la luna?” Decidí salir a echar una mirada y si, era verdad. Una noche espectacular, una luna redonda, perfecta, luminosa…

Me acosté en el suelo de la terraza aprovechando el agradable fresco de la noche y comencé a gozar del espectáculo, buscando relajarme después de un día lleno de problemas en el trabajo y pensando en mis tres hijos, ya adultos, cada uno en su mundo, con sus propias familias.

Todo comenzó lentamente… De pronto comencé a sentir una sensación rara y algunos temblores en el cuerpo que no se condecían con la temperatura reinante. Y comenzó a invadirme una lejana pero conocida sensación de vacío… El cielo se fue lentamente convirtiendo en pared, la luna en agujero y sentí que me hundía cada vez más en las profundidades de ese pozo… “Tranquilo!” pensé, “Este juego lo conozco…”

En poco tiempo estuve absolutamente solo en el fondo del pozo, la salida era inalcanzable y yo recuperaba esa sensación infantil de placer y miedo, de angustia y alegría que había olvidado por completo… Por unos instantes me sentí feliz de recuperar esa linda parte de mi niñez…

De repente, sin que nadie lo llame, apareció por el borde del agujero la horrible imagen del cachalapongue. Por supuesto, no me inquieté mayormente: yo a ese lo manejaba como quería…!

El cachalapongue comenzó a acercarse lentamente, hasta que ya se podía ver claramente su aspecto inmundo, sentir su aliento asqueroso y hasta la humedad de su baba. Había llegado el momento de mandarlo de vuelta afuera de mi memoria. Pero por más que me esforzaba, no lograba alterar su rumbo ni hacerlo desaparecer.

Ya lo tenía prácticamente encima. Su boca llena de dientes se abrió como en un bostezo. Yo seguía esforzándome por salir de ese rincón maldito de mi imaginación…

Llame a Sigfrido y a Segismundo, pero no me escucharon… Busque desesperadamente mi cuchillo pero no lo encontraba…

Fue en ese momento que apareció por el borde del agujero-luna la cara de Carlitos, que riéndose sarcásticamente, gritaba “Se lo comió...! Se lo comió…!

2/7/11

Salvador de Bahía (un viaje en capítulos) Final y despedida

GABRIELA, CLAVO Y CANELA (LA TRISTEZA DE UNA FICCION REAL)











De las siete noches que pasé‚ en Salvador, solo falté a la cita negra del Pelourinho el día que llegué (porque, como Dios manda, estaba hecho pelota) y el jueves (imbuído en mi condición de turista me anoté en el tour "Bahia Nocturna", con cena incluida). Los demás días, firme, me tomaba en la esquina del hotel el autobus, recorria Ondina y la Barra, pasaba el Faro de la Barra (lugar ideal para alimentar sueños y perder la virginidad, según afirma Jorge Amado), me sumergía en la abigarrada conjunción de asimétricos conventillos conforman el centro de Bahia, y daba con mis huesos en el "ponto final" del recorrido: la Praca da Se. De ahí al Peló, un pasinho. Y yo, tradicional amiguero, terminé culo y calzón con Lorenzo, negro y narigón, 12 años de edad, con la picardía que te da la calle y la necesidad, que en una mezcla de portugués, italiano y español, se esmeraba por explicarme todo, por solucionarme todo.

Todas las noches, religiosamente, comíamos juntos en algún boliche del Pelourinho. El primer día, solo él y nosotros. El segundo día se trajo tres de sus quince hermanos. Al día siguiente se apareció con un par de socios más. Y el viernes, entre todos los que se arrimaron, estaba ella.

Trece años, alta, cuerpo prepuberal, bonita. Su nombre era Gabriela.
Conocía a todos los personajes del lugar. "Aquel es mafioso", "ese vende maconha", "cuidado con este que es ladrón". Conocía vida, milagros y, especialmente, pecados de todos los habitués del Pelourinho.
Cuando el hermano menor de Lorenzo, entre burlas y risas, la señaló acusadoramente e hizo el clásico e internacional gesto de unir en un anillo pulgar e índice izquierdos e introducir reiterada y cadenciosamente el índice de la otra mano en el susodicho agujero, ella simplemente se encogió de hombros y dijo con absoluta naturalidad "Solo cuando no vendo los huevos"(necesito explicar que su ocupación habitual es ir de mesa en mesa, de boliche en boliche, ofreciendo "ovos de codorna").
Esa noche no necesitó satisfacer el apetito sexual de ningún gringo malparido: no solo comió con nosotros, sino que además le compré todos los huevos de codorniz que llevaba (los repartí entre nuestros pequeños acompañantes) y cuando nos íbamos, con disimulo (para que el resto no reclamara lo mismo) le deslicé unos billetes en su mano.
Pero la de ese viernes fue una noche perdida entre cientos de noches llenas de hambre y vacías de compradores de huevos...
Gabriela, clavo y canela... Puto destino el tuyo...

PERLA NEGRA DE LA RIVERA NORDESTINA (ANOTACIONES PARA TURISTAS CURIOSOS)
Ay...! Las playas de Bahia...!
Arenas doradas, mar límpido, minúsculas playas ubicadas entre rocas y peñascos, pequeñas bahías de encanto sol y cocoteros que se inundan de morenos los dias feriados. Sol de mil soles que esconden hambre y pobreza.
Mar que deposita en las arenas lembrancas africanas.
La Barra, con su Cristo mirando al centro. Con su faro, monumento diurno, romanticismo nocturno, que guía a naves y a poetas. Punto de referencia para encuentros y desencuentros.
Bares con grupos ruidosos y alegres, gente comiendo a la vera del mar, elegantes edificios y un grande y moderno shopping center escupen desprecio sobre una realidad paupérrima.
Allí cunde la tentación de sentarse a ver pasar la gente y el tiempo, de gozar del sol y del agua, de tomar cerveza observando languidecer la tarde.





La noche derrama magias y misterios, alguien amará al solitario, alguien aprovechará sus mil recovecos ribereños, sus innumerables escondrijos costeros, para derretirse en orgasmos artesanos. Y alguien alimentará sueños y perderá la virginidad.

Más allá, rumbo al norte, Ondina y Rio Vermellho, poca playa y mucho lujo. Allí están el Othon y el Meridien, lujuria hotelera para visitantes, rodeados de lujosísimos edificios de departamentos donde moran los blancos encerrados y lejos del hambre cotidiano, del olor y del dolor de un pueblo oscuro, aún esclavo, pero por suerte distante...
Después si. Comienza la playa interminable. Allí Salvador deja de ser capital y se convierte en ciudad balnearia. Pituba, Armacao, Boca do Rio, Piatá, Itapua, Flamengo, Ipitanga, Vilas do Atlantico, Buraquinho y Vilade Abrantes son los eslabones de una larga cadena de sol, mar, arena y gente.
Allí está el recreo, lejos de la verdad. Es allí donde brota el engaño del "tudo bem".
En los muelles ubicados frente al Mercado Modelo o en el puerto, lanchones y Ferrys públicos embarcan contingentes en busca de un aventurero paseo por la Bahia de todos los Santos. Cientos de islas, islitas e islotes, perlas de preciosos collares, son el natural adorno que la Naturaleza regaló a la joya del nordeste. Pero la gente solo tiene acceso a dos: Ilha dos Frades e Itaparica.





La primera es sublime. Hermosa playa
Partida al medio por un morro en el que se levantan guardianas las ruinas de la Capilla de Nossa Senhora de Guadalupe. Hacia un lado, la soledad, la vegetación llegando casi hasta el mar, la playa angosta y larga por la que corren lagartijas, siris y bichos diversos, asustados por la extraña y poco habitual invasión humana. Varios kilómetros de playa solitaria para recorrer acompañado por una orquestade la que el mar y los pájaros son solistas aplicados. Del otro lado, vestigios de
 civilización: un par de puestos de comida desde donde brotan exquisitos aromas de pescado frito, camarao grelhado y frutas frescas; varias sombrillas que protegen del sol a algunas mesas y sillas; artesanos que ofrecen sus productos. Todo sobre la arena limpia de una playa ardiente y colorida. No hay muelle. Desde la barcaza hasta la orilla hay que nadar; o apiñarse en un botecito que no impide que el agua moje hasta los calzones.

Y la playa de Loreto con la Igreja de Nossa Senhora do Loreto.

Itaparica es diferente. Tiene un lado rico, residencial, un lado blanco (Club Mediterranee, mansiones de 1 millón de dólares, playas privadas)




y un lado histórico-colonia.Cada uno sabe a que lado quiere ir, a cuál de los dos lados pertenece.



Pero si se tiene la posibilidad de acceder a un yate privado, o contratar una barca pescadora (cosa factible si se efectúa una escala de un par de días en Itaparica), lo ideal es recorrer las pequeñas islas deshabitadasy descubrir las miles de espectaculares playitas que en ellas hay.



Otra opción es Praia do Forte. De la Rodoviaria parte un micro de la empresa Santamaria (2,5 reais p/persoa) que recorre unos 70 kms. hacia el norte. Después de hacer algunas paradas en distintos balnearios, arriba a este pueblito de pequeñas pousadas y grandes mansiones. La calle principal (de tierra colorada) está adornada por negocios de artesanías y boutiques de muy buen gusto que delatan la concurrencia de turistas y de habitues millonarios.


La calle muere en el mar después de esquivar una pequeñisima capilla, miniatura colonial ubicada en el lugar exacto que la naturaleza le destinó desde el momento mismo de la creación del universo.
Hacia un lado, aristocrático conglomerado de blancos descansando en cómodas reposeras, tomando batidas y saboreando deliciosas delicadezas (y, como siempre, morenos sirviendo).

Hacia el otro, democrático amontonamiento de negros arremolinados en toscas mesas, meta caipira y cerveza, comiendo acarajes que una gorda de encajes blancos y manos engrasadas prepara pausadamente. De la aristocracia para allá, 5 mts. de arena separan un tranquilo mar de los parques y jardines que rodean a los chalets y posadas, donde negras nanas cuidan bebes blancos.
De la plebe para allá, la reserva y criadero de tortugas gigantes y luego, la playa infinita, ventosa, quemante, de mar violento y grandes rompientes.
Bahía. Diamante nordestino, amante del sol, reina del mar, contracara africana en América, tierra de contrastes, evocada por mil trovadores y poetas, síntesis extraña de dolores y placeres, caótica contradicción de esclavitudes libres y libertades esclavas. Imposible de descifrar. Imposible de esquecer...














CHAU, BAHIA... (EL COMPROMISO DE UNA DESPEDIDA)

" La Bahía de Todos los Santos es la puerta del mundo, como ya se sabe. "
" Desmedida, en ella caben reunidas las demás ensenadas de Brasil y todavía "
" sobra espacio donde contener las rías de Galicia y las escuadras del universo. "
" En cuanto a la belleza, no hay comparación que se pueda hacer ni existe "
" escritor capaz de describirla. "
" Un rebaño de islas, cada cual más apacible y deslumbrante, pasta en este mar "
" de sueño. Pastoreadas por la isla mayor y principal, la de Itaparica, pobladas "
" de tropas lusitanas y holandesas, de tribus de indios y de naciones africanas. "
" En el fondo de las aguas, en el reino de Aioké yacen cascos de carabelas "
" armadas en guerra, hidalgos portugueses y almirantes, colonos e invasores "
" expulsados por los denodados patriotas brasileños. Itaparica, madre de la "
" patria reciente, suelo de libertad en las batallas de la Independencia, en las "
" fiestas de enero. "
" De las glorias de la Bahía de Todos los Santos manda la prudencia no hablar; "
" es recomendable guardar silencio, para evitar el despecho y los celos: su fama"
" está en boca de los marinos, en las canciones de los trovadores, en las cartas "
" y los relatos de los navegantes. A las glorias de aquí no se les dará espacio ni "
" se cantarán loas para celebrarlas: la modestia es atributo de la grandeza. "
" En el regazo del golfo, en la brisa de la península, plantada en la montaña, se "
" eleva la ciudad de Bahía, cuyo nombre completo es Ciudad del Salvador de "
" Bahía de Todos los Santos, enaltecida por griegos y troyanos, exaltada en "
" prosa y verso, capital general de Africa, situada en el oriente del mundo, en la"
" ruta de las Indias y la China, en el meridiano del Caribe, gorda de oro y plata, "
" perfumada de pimienta y romero, puerto del misterio, faro del entendimiento. "
" Sobre esta ciudad de Bahía mucho más se podría decir, si no fuera por la "
" modestia y la prudencia. "

Jorge Amado
"La desaparición de la santa"
(EMECE)
La tristeza de partir, el dolor de dejar, la alegría de traer, el placer de recordar.

Tu sol se metió dentro de mi... Lo llevo bajo mi piel (perdon, Frank...)
Tus recovecos estallaron en mi cabeza y llenaron de esquirlas mi memoria.
Tu empedrado talló las plantas de mis piés, que ya nunca caminarán como antes. Tus pintores me dibujaron los ojos con esa extraña asimetría que te hace tan diferente, tan única. Tus trovadores me contaron del por qué de todos tus misterios...
Te robé gramos de sol, litros de cachaca, kilómetros de costa, infinidad de rostros inventados por la realidad...







Me traje un pedazo del Peló, algo del Mercado, noches de la Barra, la bendición de Oxala, los ojos de Terezinha, la pena de Gabriela, la sonrisa de Lorenzo, la vibración de Olodum desde el balcón de su conventillesca mansión en la Rua Joao del Senhor, el pimentoso fuego de los acarajes, la perfecta imperfección de tus ventanas y balcones...

Me traje el contraste de de tus barrios, el hambre de tu pueblo, la belleza de tus mujeres, la libertad de tus esclavos.
Me enseñaste la otra cara de la pobreza. Me mostraste mi lado oscuro, esa mi mitad negra que me enorgullece y compromete. Y me avergoncé de mi parte blanca, con sus mezquindades y soberbias.



Y me traje unas ganas inmensas de volver. Para saldar mis deudas blancas, para cobrar mis derechos negros. Para develar viejos misterios, para descubrir otros rincones afroamericanos en tus barrios, para caminar mil veces más por las calles del Pelourinho, para sentarme en el cordón de la vereda frente al Museo de la Ciudad y emborracharme de cerveza y samba. Quiero volver para acariciarte, sentirte, tocarte y hacer el amor.

Salvador de Bahía de Todos los Santos... Hasta pronto...