De todo...

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Planté algunos árboles, tuve 3 hijos y 3 nietos, estoy listo para escribir mi libro...

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25/8/11

Ella y él...

Ella no lo quería… Sinceramente no lo quería… Más aun, lo detestaba, sentía asco de sus antes tolerables defectos. Su calva le recordaba a Larry, el de Los Tres Chiflados; su creciente barriga hacía que lo viera como un sudoroso (muy sudoroso, demasiado sudoroso) Buda que se le metía por la noche en la cama para ver televisión, importunarla y no dejarla dormir con los ronquidos; su manera de ser la aburría soberanamente…
El sí la amaba… Ella era toda su vida… Desde el momento que la conoció su alma se colgó de ella… Todo lo que hacía lo refería a ella. “Le gustará?”, “Le parecerá bien?”. El se consideraba un buen tipo. Todas las mañanas iba a trabajar a la fábrica, tenía una posición si bien no holgada, por lo menos sin grandes carencias, evitaba los despelotes, se alejaba de los sindicatos, eludía todo lo que tuviera que ver con la política. El quería solamente una vida tranquila y feliz con ella y ella era fundamental para tener una vida tranquila y feliz. Estaba seguro de ella, de su amor. Y nunca le fue infiel, ni siquiera en sus pensamientos. Hasta en sus sueños más morbosos ella era la protagonista. No veía ningún quiebre en la relación. Para él, las cosas estaban cada vez mejor.
Los días de ella eran eternos, tristes y aburridos. Se levantaba a cebarle mate al gordo de mierda, le hacía unas tostadas “a ver si alguna vez la barriga le explota y me deja en paz”, Lo despedía con una inmensa alegría al pensar que no lo volvería a ver hasta las 7 de la tarde. Después llamaba a su mejor amiga y descargaba en ella toda su frustración. No trabajaba porque él decía que “las reinas no trabajan”. Una vez intentó retomar sus estudios (le faltaban 4 materias para graduarse de Asistente Dental) pero él hizo todo lo posible por complicarle la cosa, y lo logro, como normalmente ocurre. Siempre tenía éxito en cagarle la vida. Cada vez que recordaba verlo entrar en la tienda donde intentó trabajar en una época no muy lejana, con esa cara de boludo, diciéndole “Vengo a verte para que no te sientas sola, te traje este chocolate. No entiendo qué hacés en este lugar trabajando por un sueldo de mierda que es menos que lo que gastás en la mujer que contrataste para limpiar y planchar…!”, todos los días igual, todos los días exactamente igual, todos los días inaguantablemente igual, hasta que logró que renunciara y retornara cabizbaja a la rutina hogareña, sentía que el odio crecía más y más en su interior. Maldecía permanentemente el momento en que le hizo caso a su hermano mayor, que le dijo que le iba a presentar a un tipo buenísimo, un pan de Dios, y le presentó a ese pibe, todavía no tan calvo, todavía no tan barrigón, pero ya con cara de estúpido. No se perdonaba haber caído en la trampa. Se insultaba a si misma cuando trataba de encontrar alguna razón que justificara el haberse casado con él y no la encontraba.
El era feliz. “Para que te vas a meter en quilombos? Lo mejor es mantenerse lejos de ellos!”. Se tomaba los mates que su adorada esposa le cebaba, se comía esas deliciosas tostadas preparadas con gran amor y se iba a trabajar pensando en lo mal que ella se quedaba porque la dejaba sola hasta la noche. La tenía como una reina. Eso lo enorgullecía y sabía que ella estaba orgullosa por esa razón. Cada vez que la miraba a los ojos veía en ellos el amor y el agradecimiento por haberle evitado el fastidio del estudio. Recordaba cuando ella tuvo esa estúpida idea de trabajar en una tienda. Por suerte el no la dejó sola. Iba a verla a la tienda con chocolates y trataba de explicarle lo irracional que era trabajar, hasta que, finalmente, ella comprendió y regresó a la felicidad del hogar. Se acordaba del día que su amigo, que después sería su cuñado le dijo “Esta noche no te comprometas, que te voy a presentar a mi hermana, que está loca por conocerte”. Estaba orgulloso de haberla conquistado, de haberla seducido. Realmente habían logrado construir una bella pareja.
Ella estaba agobiada de aburrimiento. Fregaba, limpiaba, lavaba y planchaba como una autómata mientras su mente volaba por sueños imposibles, por dimensiones inalcanzables. Todos los días almorzaba sola y después se sentaba frente al televisor con el control en la mano recorriendo todos los canales que el cable le brinda. Empezaba de abajo hacia arriba. Cuando llegaba al último canal (el 92), comenzaba el retroceso. Escuchaba inglés, alemán, italiano, portugués, árabe, español caribeño, español paraguayo, español chileno, español rioplatense. Había logrado reconocer todos los idiomas. Su juego habitual era cerrar los ojos, apretar teclas al azar del control y adivinar qué canal era. Se había convertido en una experta en eso. A las 6 y media su humor, ya malo de por sí, comenzaba rápidamente a empeorar. Comenzaba a calentar el agua para que el gordo de mierda se tome esos putos mates mientras ella comenzaba a preparar la cena. Por suerte el estúpido quiere comer siempre pasta a la bolognesa. Hace meses que cenan  (bah! Que él cena, porque ella ya no tiene hambre a la noche) esa maldita pasta a la bolognesa. Lo único bueno es que solo tiene que meter la pasta en el agua hirviendo mientras pone carne picada de segunda (no vale la pena gastar pólvora en chimangos y menos en ese chimango gordo) en otra olla más pequeña, con un cubo de caldo, un poco de salsa de ajo y puré de tomate de lata, después mezcla todo en un fuentón y el tarado piensa que está comiendo una cena “gourmet”…
Pero esa noche iba a ser diferente. Ella había programado todo meticulosamente. Con mucho cuidado había enganchado una de sus remeras preferidas (decidió que era un daño colateral aceptable) del cable de televisión que pasaba cerca del borde del balcón del piso de arriba… Además, dejó afuera, como al descuido un banquito de la cocina… Esta vez, el gordo tendría postre después de cenar…
El llegó como todos los días, tomó mate como todos los días, como todos los días se sentó a ver televisión mientras su mujercita, en su afán de complacerlo, preparaba ese exquisito spaghetti a la bolognesa que a él tanto le gustaba. Lo único que notó es que ella estaba ese día más sonriente que lo habitual. Agradeció a Dios haberle dado una esposa que lo quisiera tanto!
Ella espero pacientemente a que él se pusiera ese horrible piyama que ya le quedaba chico y dejaba ver su inmunda barriga. Incluso esperó que se metiera en la cama. Entonces fue que lo llamó “Gordo, mi amor…! Podés ayudarme? El viento hizo volar mi remera y se quedó colgada del cable de la tele…”
El se levantó pensando que las mujeres no podrían sobrevivir sin un hombre al lado. Salió al balcón y comprobó que no alcanzaba a agarrar la remera. Intentó con un palo de escoba, pero ella había hecho muy bien el trabajo. “No alcanzo…!” le dijo. Ella puso su mejor cara de compungida y le respondió “Dale…! No seas malo…! No se te ocurre algo?”
“No hay caso…! Sin los hombres no sé cómo se las arreglarían” se dijo para sí. Entonces vio el banquito que, casualmente, alguien había dejado en el balcón y comprendió que otra vez tendría la oportunidad de demostrarle a su reina que él la complacía en todo. Colocó el banco pegado a la baranda del balcón y con una gran sonrisa se subió a él dispuesto a desenganchar esa remera que tanto desvelaba a su dulce compañera…

1 comentario:

  1. Cuando alguien intenta poseer a otro las distancias se vuelven insalvables. Como del balcón a la vereda mas o menos. Abrazo!

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