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Planté algunos árboles, tuve 3 hijos y 3 nietos, estoy listo para escribir mi libro...

Planté algunos árboles, tuve 3 hijos y 3 nietos, estoy listo para escribir mi libro...

8/7/11

El cachalapongue.

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Cuándo oí de él por primera vez? No recuerdo… Era chico, 7, 8 años… Recuerdo a mi padre sentado en la hamaca del patio, mis tres hermanos (Teresa llegó mucho más tarde, cuando ya el cachalapongue no nos interesaba mucho) acostados mirando el cielo, que en ese lugar tenía más estrellas que cualquier otro, y escuchando el interminable cuento en episodios que el viejo contaba, lleno de animales fantásticos, como el cachalapongue y el ave lompa, terribles por su malignidad y su empecinamiento por atacar a la princesa, que, casualmente se llamaba como mi madre, mientras el héroe, a quien mi padre se refería en primera persona, luchaba contra monstruosos enemigos, caía en inmensos huecos que llegaban al centro de la tierra o navegaba por turbulentos mares con olas de cien metros ayudado por Sigfrido, un enorme pescado amigo, con grandes habilidades como por ejemplo, nadar por las tuberías de los baños, aparecer por los inodoros o por las bocas de las cloacas, saltar de océano a océano atravesando la cordillera de los Andes. Y estaba el caballo Segismundo, blanco como la nieve, fiel compañero del héroe del relato, más veloz que el rayo, que incluso, creo que volaba. Por supuesto, tanto Segismundo como Sigfrido hablaban, como era lógico y normal para animales con tantas cualidades, por lo que también eran consejeros del protagonista. El relato, que nunca terminaba, era por episodios. Al final de cada episodio, el protagonista estaba corriendo un peligro mortal en su lucha por recuperar a la princesa raptada y su situación no tenía solución imaginable. En ese momento llegaba el habitual “Continúa en el próximo episodio”.  Y el comienzo de cada episodio era con una ostentosa exclamación de nuestro héroe y padre que decía “Pero yo tenía mi cuchillo…!”, cuchillo espectacular que servía para todo. Tanto para clavarse en una roca para detener una caída como para ser usado como bote en una tempestad, como para ser lanzado atado a una soga que utilizaría para trepar… Esa era su forma de explicarnos que aún en los peores momentos había una salida.
Toda mi infancia giró alrededor de esa eterna y fantástica historia. Y también nuestros juegos… Excursiones al monte, a cazar cachalapongues, emboscadas para atrapar al ave lompa eran una rutina diaria en nuestros días de verano. Si hasta habíamos inventado una cámara fotográfica especial para cachalapongues, animales prácticamente imposibles de fotografiar salvo por esa cámara, que tenía la capacidad de sacar fotos “de emboquillada” o sea yendo a buscar la imagen del monstruo haciendo una curva por encima del monte de eucaliptos, un invento maravilloso producto de la creatividad de mi hermano Pablo.

En algún momento los juegos fueron haciéndose sádicos, como por ejemplo, cuando llevábamos a Carlitos (el hijo de la empleada de la casa, que vivía con nosotros y tenía nuestra edad) a cazar cachalapongues, que él asumía que realmente existían, y uno a uno saltábamos un gran tronco de un eucalipto que el viento había arrancado de raíz, y gritábamos “Me come! Me come!” Recuerdo cuando muertos de risa salimos una vez de atrás del tronco y Carlitos no estaba y cuando volvíamos caminando felices y cantando rumbo a casa vimos venir a “la princesa” del cuento, nuestra madre, trayendo de la mano a un desconsolado Carlitos que decía “Se los comió! Se los comió!” mientras en la otra mano blandía la tan temida varita que enderezaba nuestra desviada conducta.

En esa época es que comencé a tener noción del cachalapongue. Si bien no estaba muy bien descripto, yo lo veía como un gigantesco animal, mezcla de elefante peludo y babosa pero con muchas patas, todo lleno de inmunda baba y emitiendo sonidos impresionantemente intimidatorios.
 
Otro de mis juegos, en los que solo participaba yo, sin mis hermanos, en absoluta soledad, era acostarme a la noche cuando había luna llena, mirar el cielo y transformarlo en un inmenso agujero en el que la luna era la salida y las paredes eran oscuras y llenas de estrellas. El miedo me invadía, el agujero era tan real que veía imposible mi salida. Estaba un rato así, gozando de la sensación de angustia y vacío que sentía. Cuando ya el pánico era incontrolable, iniciaba los esfuerzos para volver a transformar la boca del pozo en luna y las paredes en cielo, cosa que me costaba esfuerzo y tiempo, pero que finalmente lo lograba. Y mi vida seguía como si nada, como era lógico, por otra parte…
Así el tiempo fue pasando, mi niñez se perdió y con ella los recuerdos de las historias y sus personajes fueron haciéndose cada vez más difusas y lejanas, hasta el hecho de resultarme casi imposible continuar con mis hijos el eterno relato de mi padre. Lo que cada vez era más firme era la imagen del cachalapongue. Los años fueron haciendo más nítida y clara su imagen. Era enorme, feo, baboso, peludo. Sus patas eran cortas y muchas por lo que en general se arrastraba sobre su panza dejando su baba impregnada. Toda su cara era boca, y cuando la abría se veían 4 filas de puntiagudos dientes chorreantes. Por supuesto, era una imagen tan desagradable que no podía fabricar un cuento para mis hijos alrededor de ella.

Claro, era un animal imaginario, y como tal, podía hacerlo desaparecer y aparecer cuando quería, y tenía absoluto dominio sobre él. Si quería que avanzara, avanzaba; si quería que se irguiera manteniéndose derecho y apoyado solo en su cola y en algunas de sus patas traseras, lo hacía, y si quería que se fuera, se iba…

Era muy interesante la experiencia. Solo me concentraba y aparecía y me obedecía y cuando quería, desaparecía.

A veces pasaban meses sin que lo llamara, pero un día cualquiera lo recordaba, y lo llamaba con mi imaginación. Era una forma de sentirme unido a mis sentimientos infantiles. Era mi lazo con la niñez.

Pero hoy no fue así… Yo no lo llamé…

Mi mujer me dijo “Que noche espectacular! Viste la luna?” Decidí salir a echar una mirada y si, era verdad. Una noche espectacular, una luna redonda, perfecta, luminosa…

Me acosté en el suelo de la terraza aprovechando el agradable fresco de la noche y comencé a gozar del espectáculo, buscando relajarme después de un día lleno de problemas en el trabajo y pensando en mis tres hijos, ya adultos, cada uno en su mundo, con sus propias familias.

Todo comenzó lentamente… De pronto comencé a sentir una sensación rara y algunos temblores en el cuerpo que no se condecían con la temperatura reinante. Y comenzó a invadirme una lejana pero conocida sensación de vacío… El cielo se fue lentamente convirtiendo en pared, la luna en agujero y sentí que me hundía cada vez más en las profundidades de ese pozo… “Tranquilo!” pensé, “Este juego lo conozco…”

En poco tiempo estuve absolutamente solo en el fondo del pozo, la salida era inalcanzable y yo recuperaba esa sensación infantil de placer y miedo, de angustia y alegría que había olvidado por completo… Por unos instantes me sentí feliz de recuperar esa linda parte de mi niñez…

De repente, sin que nadie lo llame, apareció por el borde del agujero la horrible imagen del cachalapongue. Por supuesto, no me inquieté mayormente: yo a ese lo manejaba como quería…!

El cachalapongue comenzó a acercarse lentamente, hasta que ya se podía ver claramente su aspecto inmundo, sentir su aliento asqueroso y hasta la humedad de su baba. Había llegado el momento de mandarlo de vuelta afuera de mi memoria. Pero por más que me esforzaba, no lograba alterar su rumbo ni hacerlo desaparecer.

Ya lo tenía prácticamente encima. Su boca llena de dientes se abrió como en un bostezo. Yo seguía esforzándome por salir de ese rincón maldito de mi imaginación…

Llame a Sigfrido y a Segismundo, pero no me escucharon… Busque desesperadamente mi cuchillo pero no lo encontraba…

Fue en ese momento que apareció por el borde del agujero-luna la cara de Carlitos, que riéndose sarcásticamente, gritaba “Se lo comió...! Se lo comió…!

1 comentario:

  1. Muy buen relato, Pampa. Lleno de imágenes y recuerdos. De tu viejo, gracias a vos, pude descubrir cosas que su imagen pública no podían ser vistas. Un gran abrazo.

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